Desenfreno, desquicio y destrucción,
a eso sonó mi romance ideal. Así lo fue, hasta verse terminado por no
comprender ciertas costumbres amatorias tan extrañas como un ganso color verde
pastel nadando en un mar de miel; para
ella yo era el perfecto idiota y un loco perturbado. ¡Ah mis viejas glorias al
lado de una muchacha alocada!
Pero no era ella, ni tampoco yo ¡fue
su gato! estoy seguro ese felino me robó su corazón. Al comienzo parecía inofensivo;
lo recuerdo bien, en una de aquellas
borracheras, donde el frío nocturno te cobija y vas de bar en cantina buscando música
mejor; asimismo un paso tras otro, tragos más fuertes y baratos, hasta que un
maullido a lo lejos nos interrumpió.
Era un quejido débil, pero
complicado de ignorar. Lo seguimos entre los botes de basura que están en
avenida Reforma. Al llegar hasta el ruido que producía, encontramos un gato pardo quejumbroso y pequeño,
inmediatamente dijo “Por favor, no tiene a dónde ir, necesita una familia y no
somos los más funcionales pero, pues no es un bebé, es más sencillo de cuidar”…
como decir que no a su cara de ángel y su aliento alcoholizado que tanto me
gusta.
Y ahí empezó todo. Ella y el minino
se hicieron muy cercanos, a mí de vez en vez me caía en gracia. Sin embrago,
invadía mi espacio, mis sillones, mi cama, mi cocina, todo quería, pero sólo
era material en esos tiempos. Un día de la nada me pareció extraño que mi ex
mujer siendo tremenda fiesta ya no quisiera salir. Ya no fumaba marihuana
conmigo, ya decía no a nuestros sorbos de anís para relajarnos, ya no íbamos ni
con sus amigos ni con los míos, quería estar en casa…¡patrañas!
Entendería que cuando el gato era
bebé ella quizás quisiera quedarse en casa a cuidarlo. Pero no, el felino había
crecido, tan grande como un perro de esos de raza española, y continuaba desarrollándose,
algo había en él que nunca me dio confianza.
Me miraba sigiloso, atento y
callado. Amenazaba con esa mirada sínica, me repudiaba con su ser. Comencé a
sentirme observado y atrapado en mi propio hogar, ni el Whisky me calmaba los
nervios. Ni un Martini hacía su magia. Lo peor ocurrió cuando ella y yo dejamos
de hacer el amor, luego paso a ser sólo vil sexo vulgar, de ese que tienes para
desahogarte con otras parejas, con ¡otras!, yo había pasado con todo y mis
delirios a ese rincón de uso y desuso, el de los amantes de una noche, esos que
sólo quieres para un rato.
Ya no era nadie para ella.
Un gato, me tenía celoso, por lo
tanto me sentía acabado y como un loco de esos que babean enfermos y obsesivos por los
pasillos de un manicomio clamando por un globo que no está ahí. Nadie podía entenderme, mucho menos creerme.
Entonces un día uno de mis tantos cantineros de confianza me
comentó “Hombre si no viene Isabel es por que ya hay otro en tu cama; no eres
raro por tus alucinaciones con el gato, eres un pendejo por venirte a beber
solo, enojarte con ella y dejarla a manos de aquel cuyo nombre aún no sabemos”.
Tenía toda la maldita razón, miré
el reloj, era temprano, las diez en punto. Tomé un taxi a la brevedad. Pedí al
chofer que me llevará con la mayor de las premuras. En el camino explique enrabietado
las ideas implantadas en mi cabeza por el cantinero, las cuales se derramaban
como cascadas por todo mi cuerpo.
Yo no iba a llorar, bueno no quería
hacerlo, por eso esperaba verla mejor convertida en una monja que se queda en
casa, en vez de una ramera que le da su amor a otro en el colchón que yo pague.
Moría por equivocarme.
El taxista con cigarro en mano, ya
muy viejo y pálido me expresó “Traigo un arma por si gusta usarla, no lo
delataré, y puede subir rápido después de terminar el trabajo; recuerde, es una
ciudad donde pasan muchas cosas y nadie lo sabrá, déle un plomazo por mi a los
dos, además, le costará un extra, pero nadie se enterará… de acuerdo”, con su
voz ronca finalizo con un cortés “aquí lo espero”.
No lo pensé ni una vez más, tomé el
arma y la puse dentro de mi abrigo. “Por favor equivócate, por favor, por
favor, que esté sola” me decía a mi mismo, jamás había sentido celos de tal
naturaleza, todo se iría al carajo de un momento a otro.
Camine el oscuro y silencioso pasillo del edificio dónde
nos ubicábamos. Debía no hacer ruido, cuando me dí
cuenta…llegué muy lejos. Ya estaba dentro con arma en mano viviendo el peor de
los horrores.
Escuche su respiración agitada, sentí que olía
su sexo humedecer, cuando me di cuenta que estaba en nuestra cama untándose
leche condensada en los pezones y el gato lamiendo restos de este líquido en su
vagina.
No lo podía creer, era el gato, era
el maldito felino pardo el que la hacía suya todas las noches. Era esa bola de
pelos quién le daba ahora mayor placer a Isabel que yo. “El condenado ni verga
tiene, ¡qué chingados haces!” sólo le grite… sólo le disparé.
El gato calló muerto al instante. Ella
jamás me perdonó, Isabel era la de la zoofilia.
Yo un idiota que no entendía el amor.
Cuando le conté al cantinero lo
ocurrido, esté me expuso su caso “lo supuse desde que hablaba tanto del gato cuando dejó
de venir a beber contigo. Velo por este lado al menos no fue un pit bull, como
a mi me paso. Era mi perro desde los doce y luego unos años más tarde ya estaba con Anna, mi ex novia…estas mujeres, antes había que cuidarlas de otros hombres, luego de
otras viejas, ahora resulta que hasta de tu mascota”.
Felino Cósmico (Viridiana Santana)